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De Purmamarca hacia la meta

Nos despedimos de la ruta 9. Encaramos la ruta 52 de suave pendiente hacia Purmamarca, que aparece después de sólo cuatro kilómetros, arrinconada por los cerros de colores que la caracterizan.

Teníamos datos del Camping del Cristo, ubicado a la entrada del cementerio, después de cruzar la plaza y el área central. Ahí, por $ 5 por persona y por día, se disfruta de buenas instalaciones con agua caliente.

Al recorrer el pueblo observamos que algunos vecinos suelen habilitar patios para armar carpas, cuando la demanda supera la capacidad de los campings.

Purmamarca es un hermoso pueblito que hay que recorrer bien temprano por la mañana y aprovechar para sacar fotos, ya que luego las calles se llenan de autos y ómnibus. Cerca del mediodía, levantamos campamento para acortar los 18 kilómetros que nos separaban del comienzo de la Cuesta del Lipan.

Carteles viales indican como Puerta del Lipan a un humilde caserío retirado de la ruta. Nos abastecemos de agua, encaramos la subida por un paisaje mágico y ascendimos 2.000 metros en 24 kilómetros.

La cuesta nos llevó casi seis horas de esfuerzo, para arribar al Abra de Potrerillos a 4.170 metros sobre el nivel del mar. Casi de noche y a gran velocidad, nos largamos hacia las salinas y acompañados por la caída de garrotillo, llegamos a un paraje denominado Saladillo. Allí viven cinco familias, todas de apellido Tolaba. Aparentemente, los jefes de familia eran hermanos. Ellos nos facilitaron un rancho de adobe con techo de caña y tierra para pasar la noche, en cuyo interior armamos la carpa. La temperatura descendió por debajo de cero grado.

San Antonio de los Cobres. A las 10.30 de la mañana, después de una noche de lluvia, reiniciamos el viaje al encuentro de la ruta 40, que nos llevó a San Antonio de los Cobres después de transitar casi 100 kilómetros por camino de tierra.

Para nuestro asombro, en el cruce de las rutas 52 y 40 surgió de la nada una familia que vendía artesanías hechas en piedra. Comenzamos a andar en dirección sur, hacia Tres Morros, pintoresco caserío de corte colonial, sobre el camino.

Hasta aquí el camino es muy arenoso y no pasa un alma. Anduvimos unos 30 kilómetros desde el cruce y cada vez encontramos más arena, hasta que pronto desapareció la ruta, convertida en un bañado sin límites. La calzada, con 50 centímetros de agua y hacia los costados barro y arbustos espinosos. Habíamos llegado a las salinas. A pie, con las bicicletas al lado, comenzamos a marchar acompañados por una tormenta que dibujaba el cielo.

Divisamos un punto blanco en el horizonte y hacia allí fuimos. Era una iglesia perdida en el paraje denominado El Cardonal, donde don Mauro Gaitán y su familia viven de la crianza de cabras y corderos.

La tormenta impedía que armáramos la carpa, por lo que nos acomodamos en la sacristía. Terminamos la tarde viendo la lluvia desde nuestra “santa” residencia y tomando unos mates.

Alrededor de las 5 despertamos, con algunos huesos doloridos pero ansiosos por reiniciar el camino. Ya no llovía.

Fueron cinco kilómetros más de pantano y cómo estaría de pesado el camino que nos alegrábamos cuando aparecían dunas. Cuando pudimos montar nuevamente las bicicletas, decidimos hacer tramos de 10 kilómetros y descansar unos minutos. Extenuados, llegamos cerca de las 14 a San Antonio de los Cobres, donde nos recuperamos con un guiso todo terreno.

Por la tarde fuimos a conocer el viaducto y al atardecer la temperatura llegó a los 2ºC, con mucho viento.

Nos alojamos en unos contenedores del Ejército, por $ 3 por persona, con instalaciones impecables y el uso de la cocina y el comedor del regimiento.

Estrellas brillantes. Con una madrugada llena de estrellas, partimos a hacia el Abra de Acay con buenas condiciones climáticas y con ayuda del viento de cola, lo que facilitó después de varias horas hacer cumbre a 5.200 metros sobre el nivel del mar. Este tramo se encontraba cerrado al tránsito de automotores.

El frío no nos dejó disfrutar de la cumbre y tuvimos que bajar rápidamente. De un lado, la ladera de la montaña y la ruta, y del otro el precipicio.

El camino se presentaba muy bueno hasta el paraje conocido como Negra Muerta, donde los desmoronamientos de la montaña taparon la ruta y comenzó la aventura de sortear las piedras. En ocasiones nos vimos obligados a buscar atajos o meternos, por largos tramos, en el agua helada. Esta situación siguió hasta el paraje llamado Esquina Azul, donde la ruta se dibujó de nuevo. Llegamos a La Poma y pasamos por la casa de Eulogia Tapia. Visitamos la ciudad vieja, la parte que sobrevivió al terremoto de 1930, guiados por dos pibes pícaros que inventaban respuestas a nuestras preguntas.

Encontramos alojamiento en lo de doña Margarita, quien nos mostró su colección arqueológica de pipas, puntas de flecha y cacharros, que encuentra en el campo cuando acompaña al marido a pescar truchas.

A Cachi. Al otro día, temprano, iniciamos la etapa final hacia Cachi. El primer tramo se desarrolló por un valle cultivado a orillas del río, que después de meterse en la montaña, llega al cruce del Pucará.

Luego continuamos por una recta plana, de 17 kilómetros de ripio y con serruchos, que parece una pared de viento demoledora. Pero llegamos.

Terminamos el viaje en el hermoso camping municipal, donde nos instalamos a descansar por tres días.

Cachi es un hermoso pueblo, que tiene mucho para mostrar: patrimonio cultural, natural y, sobre todo, una hermosa gente.

A la hora del balance y como dice Mike Horn, explorador suizo, creemos que el viaje es más revelador que el destino.

Son lecciones que evidentemente el ser humano puede aprender una y otra vez y nunca cansarse.