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Crear a la hora de regalar da placer

Regalar bien es un arte. Es mucho más que intercambiar objetos. Es el símbolo del vínculo que mantenemos, un acto que habla de nosotros y de lo que sentimos hacia otro, una acción que causa satisfacción plena por ejemplificar la generosidad.

Desde tiempos remotos hemos intercambiado regalos; en Europa, coincidiendo con las fiestas de Navidad, es decir, con el solsticio de invierno. En este día, el más oscuro del año, los antiguos romanos descendían a las cavernas subterráneas para pedirle al sol que regresase, e intercambiaban allí monedas y dulces. Era la fiesta del dios Jano, antepasado de Enero, un dios con dos caras: una, dirigida hacia el pasado; otra, hacia el porvenir.

Los regalos hablan
Algo tiene que haber en el regalo para que atravesara los tiempos con su símbolo de concordia, de amistad, de paz. En estas fechas cumplimos un ritual, pero también deseamos sorprender y recibir algo que a su vez nos sorprenda. Quien recibe un obsequio lo mide en dos
direcciones: desde la imagen que proyecta y desde la perspectiva que permite evaluar la personalidad de quien ha hecho el obsequio. Hay regalos impersonales que no buscan crear un vínculo; hay regalos que son ex- hibición de riqueza; hay regalos que son un error: hay, por fin, regalos que no valen demasiado, pero que tocan el corazón. De hecho, no es nada fácil saber regalar: todos hemos visto la cara de desilusión de alguien que desenvuelve un obsequio que no considera apropiado, o la de felicidad de quien siente que ha acertado. Regalar es así mucho más que intercambiar ob- jetos, es el símbolo del vínculo que mantenemos con el otro: regalar bien es un arte.

No se trata sólo de hacer feliz al otro, sino de hacernos felices a nosotros mismos. Al regalar con acierto, nos regalamos, nos sentimos mejores, ya que pocas cosas nos hacen tan felices como dar felicidad, aunque nos cueste reconocerlo. Pero todo este valor simbólico está inmerso, en nuestra cultura, de un innegable impulso propagandístico, de una tensión económica que poco tiene que ver con el placer de regalar.

¿Regalamos libremente? En una época en la que nos vemos bombardeados por las propuestas del mercado, seleccionar algo original resulta difícil. Al tiempo, si elegimos empujados por la presión, no nos sentimos del todo bien. Todos quisiéramos, en particular en las fiestas, que lo que entregamos a los seres queridos sea muy especial.

Pero, ¿cómo conseguir dar en el clavo? Un buen regalo supone capacidad de escuchar, imaginar e interpretar los deseos ajenos. Y, para ello, hay que saber mirar y ser capaz de pensar qué hace feliz al otro.

Quizá por ello, el hecho de abrir un paquete esté tan cargado de emotividad: el libro con el que soñamos y que no está en las listas de los más vendidos, el pañuelo del color que nos gusta, los dos pasajes para un viaje juntos, algo sin demasiado valor, pero imaginativo, o envuelto primorosamente.

Juego de seducción
Podríamos decir que un buen regalo no se planea en Reyes, sino a lo largo del año, a lo largo de la vida. Es una respuesta a lo que el otro espera de nosotros, una devolución de lo que su imagen nos propone, un juego de seducción. Cuando desplegamos el papel que recubre este pequeño homenaje, esto es lo que se esconde entre los brillantes colores que preparan la vista. Por eso la emoción del regalo, que no se pierde ni aunque seamos mayores. El regalo es, por fin, recuerdo de otras fiestas, la tradición que une un invierno con otro. Es el recuerdo de la infancia, a la vez que la posibilidad de jugar hoy con los niños; es perfeccionar lo que recibíamos de pequeños; es salir de lo cotidiano para entrar, con nuestra imaginación, en el terreno de la magia.