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El dólar, ¿problema o solución?

Hace algunos días, el titular del Banco Central (BCRA) adujo que “el dólar había dejado de ser un problema”. Discrepamos. Al respecto, se puede señalar que existe un problema, y serio.

La discrepancia se explica porque las referencias cruciales son diferentes. Martín Redrado computa el control de la volatilidad, de las grandes fluctuaciones cambiarias. El actual BCRA siempre definió como sus metas esenciales al control de la volatilidad y a la estabilidad financiera. En este ámbito, el aserto del titular del BCRA vale.

La pauta básica de la política del BCRA -por medio de la política cambiaria, en concurso con otras políticas- debería ser sostener en el tiempo un auténtico tipo de cambio competitivo pro desarrollo, remitiendo a este factor, y no al revés, al control de la volatilidad y de la estabilidad financiera.

Tallan opciones en términos de política económica. Son planteos holísticos. No hay torpeza y pereza mental mayores que el asumir al tipo de cambio un precio y un valor de activo clave, de modo aislado.

La reciente historia argentina, cual experimento “en vivo”, ratifica la justeza del aserto anterior. Sufrimos la hecatombe inspirada por el esquema noventista, apoyada en el hipodólar asociado a la estrategia de cerril apalancamiento financiero externo.

Por el contrario, a partir de la devaluación de 2002, y hasta 2007, de la mano del modelo competitivo productivo, se transita una de las páginas más notables de nuestra historia, en base al tipo de cambio competitivo y al desendeudamiento.

Lamentablemente, progresivas inconsistencias en materia de política cambiaria y de tasas de interés, fiscal y de ingresos, más bemoles en las políticas de oferta, desdibujaron ese modelo. La convertibilidad cayó por “implosión-explosión”; el modelo competitivo productivo lo hizo por “desvanecimiento”.

Hoy, luego de las ríspidas vicisitudes acontecidas, crisis externa de por medio, donde convergieron problemas de tenor endógeno y exógeno, y donde se ratificó la notable robustez del modelo competitivo productivo en tanto sus “residuos” aventaron implicancias más trágicas, nos hallamos en un status quo más benigno, con el aterrizaje de la actividad interna -ídem, con la internacional- y con una cierta calma en los mercados cambiario y financiero. El quid es cómo añadir valor a ese status quo que es de poca calidad, de manera de acceder bien al probable desperezamiento mundial.

En este orden, parece que la vía elegida es adoptar como “nave insignia” estratégica el célebre retorno a los mercados financieros mundiales, mientras se mantiene al tipo de cambio sobrevaluado -con apenas una leve mejora respecto del comprometido nivel pre crisis- con relación a su nivel pro desarrollo.

Tal retorno a los mercados financieros, más allá de la génesis del asunto, no tiene por qué erigirse en la “nave insignia” estratégica. Aquel no da para más que oficiar como “un buque más de la flota”, según un criterio utilitario.

El país puede afrontar cabalmente sus vencimientos en el tiempo sin ese retorno. Puede continuar al efecto, sin despeinarse, pagando aquellos y reciclando deuda intra-Estado, aprovechando condiciones superavitarias. El fastidio es que se va agotando la fuente del superávit.

No obstante, con un programa económico integral, centrado ya en un nivel más realista del tipo de cambio y preservando su competitividad en el tiempo, aprovechando el poder del BCRA, aquel agotamiento es reversible. No sólo se trata del mayor impulso económico y del mejor acceso a los mercados comerciales mundiales que alentaría aquella medida -sin olvidar su aporte a la creación de empleo que se apocó desde hace tiempo justamente por el trance de apreciación cambiaria-, sino que contribuiría mucho, también, fiscalmente. Facilitaría un ordenamiento fiscal global no dramático, y habilitaría una baja parcial y selectiva de retenciones a las exportaciones, estimulando las economías del interior. Sacudiendo la pereza mental arriba citada, con un acuerdo de precios y salarios, y una referencia de inflación sobria -naturalmente, con un Indec vuelto a la credibilidad-, la medida cambiaria, por sí, no suscitaría ningún tumulto en los precios, como no lo hizo con el reciente ajuste del 20%.

En fin, reciclando el modelo competitivo productivo -la “nave insignia” pasa a ser la competitividad, reforzando las chances de acceso a los mercados comerciales, de actividad y de empleo-, el retorno a los mercados financieros no pasaría de ser un simple corolario, de uso pragmático, en su caso. Así las cosas, verificado un faltante transitorio para los vencimientos, no habría trabas, sin crisis de nervios alguna, en recurrir a un tramo de las reservas del BCRA, fácilmente recuperable.

Resumiendo: el que algo -aquí el dólar- sea problema o solución, depende de la visual estratégica que se aplique. Hoy resurge el discurso de que la competitividad por vía cambiaria no interesa -algo que las experiencias recientes desmentirían- porque ella se atendería por medio de otras políticas “más refinadas” (políticas industriales, etc.). Desde ya que éstas son legítimas. Claro que en medio de una seria apreciación cambiaria, ellas tendrían el mismo éxito que “arar en el mar”.