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Esas incomprendidas quejas de los clientes

Un cliente que se queja es un cliente que ha comprado, aunque nuestra actitud hacia él raras veces refleja este reconocimiento. No se trata de un prospecto que debemos perseguir: viene a nosotros, se comunica y nos da la oportunidad de probarle cuánto nos interesa que continúe eligiéndonos. Apostó a nosotros para satisfacer útilmente una necesidad y, por eso, un correcto manejo de la situación que nos plantea es el examen que debemos rendir para retenerlo.

Al medir los costos involucrados en resolver una queja se suele olvidar ese hecho. ¿Cuánto nos costaría conseguir un cliente sustitutivo si el actual se pierde? ¿Cuánto nos costaría incorporar otros clientes que sustituyan a los que perderemos en el futuro inmediato por causa de sus malas referencias? Es ésta la verdadera medida para evaluar los costos de resolución de una queja, que nunca se limitan a los directos.

Pero quiero ir más allá todavía: cuando recibimos una queja nos estamos beneficiando del dictamen más calificado que podemos obtener acerca de la eficacia de nuestra organización. Basta con examinar nuestros procesos a la luz de la opinión del cliente, que se transforma así en nuestro socio más estratégico, el más interesado en nuestra mejora continua y el que está dispuesto a continuar aportando sus ideas de por vida, sin cobrarnos un solo peso.

Sin embargo, desde el punto de vista de cualquier empresario, las quejas son contempladas como algo que no debería ocurrir—una especie de anomalía genética que es preferible disimular para que nos acepten. Son las excepciones que no estaban en los planes, porque siempre aparecen en el momento y en el lugar menos oportunos. Se intenta convencer al cliente que su molestia es infundada, que la organización hizo las cosas bien, que lo sucedido se debe a “causas fuera de nuestro control” y que “no volverá a suceder”—aunque ningún antecedente justifique esta última afirmación.

En muchos casos esto ocurre porque, realmente, las cosas no salen bien y es preferible minimizar los problemas para que el cliente no sienta que eligió al proveedor equivocado. Tal vez por ausencia de planificación, limitados recursos o personal con escasa competencia para la tarea, el hecho es que a veces nos vemos obligados a distorsionar lo verdaderamente ocurrido con el fin de retener un cliente. Todo esto, siendo una realidad cotidiana y comprensible, es poco deseable y su resolución debería ser parte de nuestros objetivos inmediatos.

En otras ocasiones, todo sucede como fue planificado pero el cliente no lo siente así. Son las que sustentan la polémica frase “el cliente no siempre tiene razón”, aunque resulta ilógico suponer que alguien viene a quejarse de algo que ni siquiera teníamos previsto hacer. ¿Quién querría perder el tiempo de ese modo? Solo alguien que fue inducido a creer que lo reclamado estaba implícito en lo que se compraba, ya sea por la publicidad, por la acción de ventas, por los asesores del producto o por alguna otra fuente de similar legitimidad. Son las quejas virtuales, de las cuales somos tan responsables como de las reales, aunque no siempre lo asumimos.

Como sea, una queja representa el desafío de manejar una situación estresante cuyas derivaciones pueden ser impredecibles. Contamos con poca preparación para enfrentar un cliente molesto, tanto desde el punto de vista operativo como desde el comunicacional, porque quien atiende una queja raramente conoce los procedimientos de la empresa con la profundidad suficiente como para comprender de inmediato la situación planteada y estar en condiciones de resolverla en forma satisfactoria, y tampoco domina las técnicas básicas de la empatía, manejada desde lo no verbal.

Y aunque poseyera esos conocimientos, el funcionario de contacto suele sentirse atrapado entre la ira del cliente y los límites que se imponen a su accionar por parte de la gerencia. Sabe que es poco lo que puede hacer, porque las causas del incidente se encuentran muy lejos de su alcance y las prioridades de la jerarquía son otras. Su única salida parece consistir en darle largas al asunto, inventando excusas.

Las alternativas son pocas y casi siempre ineficaces, porque se carece de una metodología que permita comprender y manejar este fenómeno en forma profesional, mientras la literatura de gestión ha contribuido escasamente a echar luz sobre el asunto. Hojeándola, podemos comprobar que buena parte de ella reitera ideas por demás manoseadas, sin valor agregado, superficiales u obvias hasta rayar en lo ridículo.

Como natural consecuencia, las recetas no funcionan del modo que se espera y el problema se sigue agrandando. Es algo parecido al paciente mal diagnosticado, en quien los medicamentos solo producen nuevas patologías en lugar de sanarlo: termina pensando que lo suyo es incurable o mucho más grave de lo que suponía, cuando en realidad puede estar siendo víctima de una mala praxis. Si sobrevive, tal vez llegue a darse cuenta que la solución era cambiar de médico.

El funcionamiento de las organizaciones posee tantas similitudes con el cuerpo humano que no pocos autores han cedido a la tentación de proponer teorías de gestión que replican nuestra fisiología hasta niveles inverosímiles. Pronto, algunos de sus colegas agregan a esas teorías el calificativo de “antropomórficas”—como si el mismo resultara peyorativo—y se pasan al otro extremo, desarrollando modelos antinaturales que solo podrían ser felizmente implementados por autómatas. Ni tanto, ni tan poco. Las analogías deberían detenerse en el momento preciso en que hemos evitado reinventar la rueda.

Por eso, es preciso recurrir a los conceptos de la Teoría General de Sistemas (TGS) y a sus principales exponentes, para comprender que las organizaciones deberían respetar los principios funcionales de un sistema abierto para neutralizar su entropía y mantenerse viables como entidades adaptativas. Las enseñanzas de Ludwig von Bertalanffy (TGS), Norbert Wiener (Cibernética), Humberto Maturana (Autopoiesis), Ross Ashby (Ley de la Variedad Necesaria) y Stafford Beer (Modelo de Sistema Viable) nos proporcionan la base para desarrollar un modelo más avanzado, en el cual un circuito de retroalimentación en tiempo real acerca de las percepciones del cliente, completa el ciclo de mejora continua que se inicia con la identificación de sus requisitos.

Las quejas, de este modo, se convierten en parte de un sistema mayor. Dejan de ser algo inesperado para convertirse en una consecuencia natural de lo que, habiendo sido prometido, no se cumplió. Y se apoyan, para detectar la percepción del cliente, en esas olvidadas habilidades de comunicación no verbal que solían ser nuestra única vía de contacto con el mundo exterior antes del habla y que fuimos paulatinamente perdiendo por virtud de una equivocada educación formal.

Nada más simple, entonces, aun cuando para lograrlo debamos cambiar completamente el paradigma de sistema cerrado en el cual han prosperado modelos tan conspicuos como el de la norma ISO 9001. Podemos continuar haciendo lo mismo o arriesgarnos a explorar ese territorio, tan desconocido para muchos, que es la percepción humana. De nosotros depende.