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Hay que cambiar más que la economía

Los vicios de nuestra economía poco tienen que ver con la crisis mundial y cubren un espectro que va desde la naturaleza inflacionaria del modelo Kirchner en su versión original hasta el no menos endógeno y vertiginoso crecimiento del gasto público, pasando por la grave distorsión de precios relativos (precios congelados desde hace diez años o regulados a punta de revólver), la destrucción de la inversión, el deterioro de la capacidad energética, la desocupación y la pobreza. Algunos presentan encrucijadas, como el reacomodar precios relativos en un contexto recesivo o combatir una inflación persistente.

Dos cuestiones se destacan por su impacto político. La primera es la fuerte caída de la actividad, como lo demuestra con contundencia -a contramano de estadísticas fulleras y voluntarismos complacientes- el árbitro imparcial de la recaudación tributaria. La evolución interanual de tributos ligados a la actividad, como el impuesto a los débitos y créditos bancarios o los derechos de importación, evidencia un auténtico derrumbe.

Similar panorama ofrecen las mediciones privadas de indicadores líderes, como actividad industrial, ventas de automóviles, construcción, demanda energética o producción de combustibles.

Otro fenómeno crucial es el crecimiento explosivo de la brecha entre gasto estatal e ingresos. Nada más elocuente que comparar el gasto de operación del Estado (inflexible a la baja: sueldos, luz, etc.), trepando a un ritmo del 42% interanual y los ingresos tributarios, desplomándose el 8% nominal y más del 25% en términos reales. Una trayectoria insostenible en el mediano plazo.

No se puede continuar fabricando pobreza ni gastando sin medida. La recesión deteriora progresivamente la caja, columna vertebral del poder kirchnerista. De no mediar un drástico cambio de rumbo o una entrada de fondos extraordinaria, la silueta de un nuevo colapso fiscal se recortará en el horizonte.

Descartado un recorte serio en el gasto, sólo tres eventos podrían evitar o, por lo menos, demorar el crac: 1) un acuerdo de vasto alcance con el FMI; 2) un golpe inflacionario que licúe el gasto; 3) un nuevo manotazo a alguna caja que aún tenga liquidez.

El primero parece improbable; el Gobierno no quiere mostrarse rendido al organismo que en otros tiempos mostró como un ogro, ni éste tiene interés en otorgarnos una línea sin condicionalidades. La segunda posibilidad es poco probable porque acabaría con toda esperanza kirchnerista de cara a 2011. En cuanto a la tercera, los grandes candidatos al manotazo son la liquidez en pesos que mantienen los bancos comerciales y los encajes en el BCRA por depósitos en dólares.

Salir de la crisis no depende de otros, sino de nosotros, y requiere más que meros cambios de política económica. En primer lugar, la Argentina debe rescatar las instituciones que alguna vez la hicieron grande. Debemos ser celosos guardianes de reglas de juego claras y estables, y esclavos de la palabra empeñada. Sin respeto a derechos y garantías básicas, como la seguridad, el resguardo de la vida, la propiedad privada, la libertad de industria y comercio o el libre albedrío, no habrá fórmula económica que nos saque de la ciénaga que es nuestro presente.