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Por qué no sabemos decir No

Hace unos años, iniciando un trabajo de consultoría en una Caja de Ahorros, trabé conocimiento con su Secretario General. Hombre inteligente, afable, de 63 años, me cayó muy bien. A media mañana me propuso tomar un café. Camino de la cafetería no pude menos de preguntarle:

-¿Tus padres eran muy autoritarios?

-Sí, mi padre era militar, -me contestó muy sorprendido- ¿cómo lo sabes?

-Te han venido a consultar varias personas esta mañana. Dos de ellas eran jovencitas que han comenzado a trabajar contigo. Y te has ruborizado como un colegial.

Seis décadas después, la inseguridad infantil, producto de una severidad quizá excesiva, seguía afectándole, como nos ocurre a la mayoría de nosotros con los hábitos adquiridos tempranamente.

Los padres, los familiares, los educadores y demás adultos que tratan con niños y participan en su educación lo suelen hacer con su mejor intención. Pero sus criterios no son necesariamente los más acertados. Y las consecuencias sobreviven, con frecuencia, a la adolescencia.
No saber decir que no

Una de estas consecuencias es la dificultad para decir que no cuando uno piensa que debe hacerlo, ante peticiones que uno no desea aceptar. Según las estadísticas, que tengo muy confirmadas por mi experiencia personal en mis seminarios, un 80% de los directivos tiene dificultades para decir que no cuando desean hacerlo. Da igual que sea la petición un tanto abusiva de un cliente, de un colaborador o de un hijo, nos cuesta negarnos.

Es fácil de comprender. Ayer mismo vi a un padre explicar a su hijo –que simplemente estaba retozando en un espacio público- que si no era obediente no lo iban a querer ni él ni su madre. No hace demasiado era una madre la que arrastraba a su hijo, que en uso de su derecho más elemental no quería ir al colegio y le amenazaba con el mismo argumento.

Supongo que se hace cada vez menos, pero los que ahora estamos trabajando hemos sido ¿educados? mayoritariamente bajo esa amenaza de nuestros seres queridos. Pienso que la consecuencia frecuente es que seguimos actuando a nivel inconsciente, bajo el temor a esa amenaza: perder el afecto de los demás si no hacemos lo que ellos quieren.

A esa amenaza se añade con frecuencia una baja autoestima. Es un problema muy extendido en todo nuestro entorno a juzgar por lo mucho que se publica sobre el tema. Esa baja autoestima quizá esté favorecida por la frecuencia con que se nos criticó o se nos dijo, de pequeños, que éramos malos o mentirosos, o se destacaron nuestros defectos; y lo poco que se ponderaron nuestras capacidades. Eso sí, se nos habló mucho de tener en cuenta nuestras limitaciones.

La verdad es que el niño, adorable en unas ocasiones, es una fuente de problemas en otras. Eso lleva a que una parte de lo que llamamos educación tiene mucho de intento de domesticar –socializar- su comportamiento. De evitar sus desmanes.

Se nos ha intentado inculcar la humildad como virtud (“contra soberbia, humildad”). Echa una ojeada a la definición que nos da el diccionario: “humildad: virtud que consiste en el conocimiento de nuestra bajeza y miseria y en obrar conforme a él. Bajeza de nacimiento. Sumisión, rendimiento. Modestia, timidez”.

¿De verdad te apuntas a esto?

No es casual que tenga el mismo origen semántico que humillarse, “contra soberbia, humildad” y, por supuesto, contra obesidad mórbida, anorexia, ¿verdad? Los dos extremos son malos. La virtud estará en el centro: será la sencillez, la verdad, sin ostentaciones.

Ya sé que su buen criterio habrá torcido el sentido original de la humildad, pero el problema no está en la palabra, sino en la falta de autoestima que comporta para demasiada gente la educación recibida. Lo que ni siquiera es bueno social o laboralmente. Porque la persona con baja autoestima es más proclive a la crítica, a destacar –cuando no a inventar- los defectos ajenos, para no sentir tanto el peso de los propios.

Es frecuente, casi cotidiano, que nos encontremos ante una situación incómoda, como puede ser una nueva exigencia injustificada del jefe o de un cliente o de un familiar. Caben tres modos de responder a ella:

•La natural: agresiva; devolver, de algún modo lo que probablemente se percibe como una agresión; es también una respuesta lógica. “¡Siempre estamos igual! ¡Ya estoy harto!”. Es la actitud natural, la que llevamos en los genes, para defendernos.

•La aprendida: condescendiente, sumisa; ceder, tragarse los sentimientos y los pensamientos y aceptar como inevitable lo que se siente como injusto para no provocar una situación tensa o desagradable. Probablemente es la respuesta aprendida con más frecuencia. Desde pequeños hemos oído: “no te enfrentes al poder”, y luego: “no te enfrentes al jefe”…

•La eficaz: asertiva; resistirse a lo que se percibe como injusto o inconveniente, discutir o negarse con amabilidad, pero con firmeza. “Lo siento mucho, pero ahora estoy muy ocupado”. Es lo que se conoce como patrón respetuoso de afrontamiento. La persona manifiesta lo que le gusta o le molesta, pero lo sabe hacer sin rechazo ni violencia, con una sonrisa. No se siente agredida.

La persona asertiva sabe decir que no sin ofender. Ser asertivo no supone ser agresivo o egoísta, o tratar de dominar a los demás. Significa sólo ser capaz de decir claramente lo que se desea o siente; ser consciente de que se merece respeto y actuar en consecuencia. Obrar de acuerdo con los propios criterios. Con frecuencia, cuando hacemos un favor a alguien por no saber decir que no, estamos abandonando nuestra propia responsabilidad.

El niño nace asertivo. Nos pide agua a las cuatro de la mañana, aunque tengamos sueño. Llora cuando le place…

No es casualidad que se nos inyectaran en vena dosis masivas de humildad. Pero ahora no nos ayuda. La solución es esforzarse en defender los propios criterios y seguir el camino de las propias decisiones, aunque cueste al principio. Esta capacidad, la asertividad, no nos ha sido ni enseñada ni facilitada. Más bien al contrario. Me temo que la propia palabra, asertividad, tan sustentadora de la necesaria autoestima, la hemos descubierto -¡qué casualidad!- de adultos.