Inicio Empresas y Negocios ¿Qué quiere decir “inversión a largo plazo” y cómo se instrumenta?

¿Qué quiere decir “inversión a largo plazo” y cómo se instrumenta?

Dentro de la administración de inversiones existe una ver­dad casi universalmente aceptada, la cual indica que los rendi­mientos de estas deben medirse en el largo plazo. Pero  esta sentencia contiene un componente tanto útil como verdadero, y otro, al menos, dudoso.

El componente certero y de uso práctico radica en entender que los mercados, sobre todo respecto de monedas, acciones y com­modities, tienen años buenos, regulares y malos. Por lo tanto, si la selección del “mix” de inversiones es la correcta, al cabo de 3 o 5 años, el resultado acumulado que se obtiene, por lo general es satisfactorio (excluimos de esa consideración cuestiones eventuales, circunstanciales o casuales (devaluaciones impen­sadas, crisis mundiales, etc.).

¿Qué conspira contra este criterio? Nuestro humano — y comprobado por las neurociencias— deseo de obtener ya mis­mo gratificaciones.
Porque los seres humanos valoramos muchísimo más la percepción de 1$  ahora que la posibilidad más o menos cierta de percibir el quíntuple de su valor dentro de un año. ¿Y cuál es la parte incierta?

Por un lado que el futuro es absoluta­mente impredecible, y las apariciones de hechos totalmente inesperados y que por eso suelen resultar devastadores, lo ratifican constantemente. Como ejemplo, podemos citar desde la crisis económica y financiera del año 2008 hasta el Tsunami en Japón que, entre otras, causaron importantes perturbaciones en los mercados financieros, aumentando la percepción del riesgo.

Entonces, la mejor actitud que podemos adoptar frente a esa verdad sin remedio es hacer previsiones conservadoras, y cerrar lo mejor posible las escotillas ante los riesgos que que­remos evitar. ¿Esto quiere decir no ganar nada? Todo lo contrario; significa fijarse un deseo de retorno y tomar las decisiones justas en ese sentido, tratando de eludir el entusiasmo infundado o ilusorio. Y un buen ejemplo de ello lo constituye la explosión de la llamada “burbuja sub prime” en Estados Unidos.

Expliquemos ese fenómeno. Desde el año 2003, la deman­da compradora de inmuebles particulares y comerciales co­menzó a crecer geométricamente en ese país, “fogo­neada” por créditos otorgados a deudores de frágil solvencia, olvidando así las buenas prácticas crediticias. Todo en función de obtener mayor rentabilidad.
Un chiste de esa época decía que “si uno tiene ID (docu­mento de identidad) y respira, entonces es apto para acceder a un crédito”. Por lo tanto, se le prestó a sectores vulnerables dinero a tasa sub prime, es decir, que en algunos casos duplica­ba el tipo de interés que pagaban los deudores muy solventes, llamada “tasa prime”. De esa forma, tanto la industria de la construcción como el valor de los inmuebles crecieron geométricamente.

Pero, ante los primeros síntomas de recesión y la ola de despidos en Estados Unidos, los deudores más débiles fueron los primeros en perder sus trabajos. Y, por ende, se vieron imposibilitados de seguir con el pago de sus cuotas. Esto fue coincidente con la quiebra de Lehman Brothers, uno de los principales bancos de inversión globales. Entonces la mora bancaria explotó, mientras muchos inmuebles perdie­ron hasta el 70% de su valor.
Así, un departamento de 2 ambientes en la zona cercana al Mall Aventura en Miami podía adquirirse, en el año 2010, por alrededor de 48.000 dólares, y muchos deudores banca­rios simplemente abandonaron su propiedad pues por sus créditos hipotecarios debían a los bancos mucho más de lo que valían sus viviendas o locales comerciales.

Más aún, el activo financiero IYR, que es un indicador de la variación de los precios en el sector inmobiliario en Estados Unidos, cotizó a 92,52 dólares en febrero del año 2007, y a 22,31 dólares en de febrero del año 2009. Por consiguiente, quienes invirtieron en él y debieron liquidar su apuesta en ese momento, perdieron cerca del 76% de su dinero.

Mientras tanto, por el mundo, las hipotecas a tasa sub pri­me fueron recolocadas a miles de inversores que, en muchos casos, nunca recuperaron su dinero y todavía pujan por obte­ner algún retorno de capital.

Otro caso para citar es el del gigante Apple Inc. (AAPL), la acción estrella de los mercados de los últimos años, que cotizó 700,09 dólares en septiembre del año 2012, y apenas 390,53 dólares 7 meses después. Quienes se vieron imposibilitados de esperar su recuperación debieron asumir el quebranto respectivo.

Más aún. A veces, la consigna de invertir a largo plazo podría utilizarla algún asesor angustiado con los resultados obtenidos en el corto. Dicho de otra manera —y para calmar la ansiedad del cliente—, se podría escuchar “despreocúpese por este bajón temporal en los resultados; a mediano o largo plazo, esos activos se van a estabilizar”.

Pero tal aseveración puede ser acertada o equivocada, ya que la mejora futura dependerá de cuán balanceada haya sido la elección que se realizó de dichos activos, o si se hicieron los cambios oportunos. Para explicarlo mejor todavía, el “largo plazo” (1 año en países de baja previsibilidad económica, o 5 años en naciones eco­nómicamente más estables) brindará posibilidades de éxito si se hizo una asignación razonable de fondos. De lo contrario, sólo implicará dilatar el reconocimiento de que ha habido ma­los resultados o, todavía peor, agravarlos.

Siempre estamos ansio­sos, ya sea por obtener ganancias rápidas como —algo aún más malo— por deshacernos de una inversión que resultó perjudicial. Pero ese estado de ánimo constituye la mejor manera de perder dinero… ¡y expectativas!
Conviene tener presente la utilidad de planificar a mediano y largo plazo y, sobre todo, elegir activos con­venientes tanto según los datos duros de la macroeconomía, como de aquello que estemos dispuestos a soportar si pierden algo de valor abruptamente.