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Lo que encubre el humo del cigarrillo

A propósito del Día Mundial sin Tabaco, el próximo 31 de mayo, hemos decidido dedicarle este artículo a una de las adicciones sociales más aceptadas: el cigarrillo.

Muchas veces verificamos que las campañas de prevención, producen efectos contrarios a los buscados. Esto a los analistas no puede sorprendernos, ya que sabemos que la tendencia a la transgresión está arraigada en la constitución misma del ser humano. Y los comunicadores sociales lo saben muy bien, de modo que es un factor que suelen tener muy en cuenta a la hora de diseñar mensajes de campañas orientadas a la prevención, sobre todo tratándose de adicciones.

Un adicto no es alguien que desconoce los efectos nocivos de la sustancia sobre su salud física y mental. En general tiene algún grado de conciencia de los daños que puede causarle el consumo. Quizá no posea la información pormenorizada, pero seguramente sí lo elemental como para comprender los perjuicios que se provoca. Sin embargo, persiste en conductas autodestructivas, y niega o pasa por alto las advertencias.

¿De dónde proviene esa perseverancia? La respuesta parece obvia: en la satisfacción inmediata que encuentra en el momento en que come un bocado más, enciende un cigarrillo, inhala una línea de cocaína, toma un excitante o un alucinógeno, con las enormes diferencias que comportan los distintos tipos de consumos.

La lucha contra la adicción al tabaco no queda fuera de estas difíciles condiciones. Y por supuesto que a lo estrictamente personal hay que sumarle la presión que ejercen los intereses económicos del sector. Sin embargo, y a pesar de todo esto, comprobamos que en los países donde el Estado ha tomado el tema a cargo suyo, se ha constatado una disminución del consumo de tabaco. Esto es visible en general en nuestra cultura, donde se desarrolló una conciencia antitabaco que permite que hoy, en lugares públicos, exista una normativa y haya consenso en cuanto a la prohibición de fumar.

¿Cómo afecta esto al fumador?
En nuestras consultas constatamos un aumento de la preocupación por dejar el cigarrillo, más en los adultos que en los jóvenes, para quienes aún está asociado con el ingreso al círculo de los mayores.

Advertidos de lo difícil que resulta ser consecuentes con la determinación de abandonarlo, el pedido de ayuda se relaciona con el desequilibrio que suscita la abstinencia: irritabilidad, inquietud. Aparece la necesidad de sustituirlo por otro calmante de la ansiedad oral, en general la comida, siendo común engordar unos kilos mientras dure el período de abstinencia.

Las recomendaciones habituales son reemplazarlo por actividad física, algún fármaco que provisoriamente ayude, un ejercicio manual cada vez que se encienda el deseo de fumar.

Pero si se trabaja en la terapia esta relación con el fumar, empiezan a surgir -si se presta la debida atención- las situaciones puntuales en las que se prendía un cigarrillo, y apreciamos los múltiples e inestimables servicios que prestaba: iniciar una conversación, encarar a alguien, distendernos, compartir un café, una sobremesa, “el cigarrillo de después”, pensar un tema, disponernos a escribir, conciliar el sueño, acompañarnos.

Cada cigarrillo no prendido deja al desnudo cierta carencia, alguna insatisfacción, un conflicto, que antes velaba el humo. Si el paciente logra ir prescindiendo de las pitadas, tendrá una oportunidad de aproximarse a conocer lo que se tragaba junto con la nicotina y el alquitrán.