Inicio Placeres “Con cada plato de comida se cuenta una historia diferente”

“Con cada plato de comida se cuenta una historia diferente”

Creativa y algo obsesiva. Cuando uno conoce a María Barrutia no puede pensarla sino de esta manera.

Creativa porque sorprende hasta en lo cotidiano: uno de sus platos es el ojo de bife con papas, pero servido junto a una flor de salvia —algo más dulce y menos agresiva que la hoja— que suma un aroma único mientras no invade el sabor de la carne. Para ella, “respetar la materia prima” es el primer mandamiento. Y obsesiva —decíamos— por ser celosa hasta el infinito: sufre cuando sus amigos entran a la cocina de su casa, en tanto la de su restaurante, un bistró en pleno Buenos Aires, parece cercada por una muralla que ni este cronista pudo atravesar (apenas logró espiar después de horas de insistencia).

Se formó junto a los cocineros más reconocidos a nivel global, como el francés Michel Bras, el catalán Ferrán Adrià —dueño de El Bulli, elegido este año por la revista británica Restaurant como el mejor del mundo— y el vasco Martín Berasategui. Dirige junto a Flavia Rizzuto el Centro Argentino de Vinos y Espirituosas.

“No creo —asegura— que se pueda pensar la comida como un plato aislado: influyen el vino, el ambiente, y hasta el tabaco que se ofrece al finalizar”. Quizá por eso su pasión más reciente se centra en las catas, y no sólo de vinos. Las hay de otros productos nobles que llegan a la mesa, como el aceite de oliva o el cacao: todo debe estar conectado para que la experiencia sea única.

¿Qué encierra un plato de comida? ¿Por qué para algunos es un espacio casi sagrado?
La comida habla de nosotros, del que cocina y del que come. Yo estoy convencida de que con cada plato se cuenta una historia diferente. A veces hasta preparo recetas que no son mis preferidas si sé que van a resultar emotivas para el que está sentado a la mesa. Mi abuela, por ejemplo, hacía unos lomitos deliciosos con morrón y champignones. Ahora que ella ya no está más, cuando le cocino a mi papá le preparo una carne roja con salsa de hongos y vino tinto porque, sin ser lo mismo, hay un algo que a él le va a recordar esos aromas que hablan de su mamá, de su identidad. Me gusta condensar en un plato un afecto, un recuerdo de familia.

Eso es, a la vez, una cocina de autor y de abuela.
Sí, creo que de eso se trata. También puedo contar mi propia historia. A mi marido, Marcelo, le hago los pimientos del piquillo —muy propios de España— rellenos con carne de rabo desmenuzada y un poquito de salsa blanca. Disfruto preparándoselos, aunque nunca los haría para mí. ¿Cuál es la diferencia? En ese plato se esconde parte de un pasado que no llegamos a compartir y que quiero que conozca. Me refiero a mi aprendizaje en cocinas de Francia y de España que bien puede entreverse en esa receta y que, además, a él le encanta. Esto no sólo se relaciona con platos familiares. Puede venir, por ejemplo, una pareja que se está por casar y pedir para la fiesta un plato no tradicional, que hable más de ellos, que tenga algo de original pero a lo mejor también de rústico —si no son muy convencionales— y que por los ingredientes pueda gustar a todos, pero que sea único por la forma de conjugarlos.

La idea de lo único ya no alcanza sólo a la comida sino también al vino. Cada vez se habla más de cómo “maridar” lo uno y lo otro. ¿Hay platos ideales para los vinos argentinos más característicos?
Sí y no. Le explico: existen vinos argentinos muy diferentes entre sí. A veces en sesiones de cata ofrecemos cinco botellas distintas que se prueban a ciegas y la gente analiza cuán diferente es uno de otro. Luego mostramos las etiquetas y se sorprenden al comprobar que los cinco eran malbec, la cepa más característica de la Argentina. Hay que tener cuidado, entonces, con las generalizaciones. Aclarado esto, existen, sí, algunas peculiaridades que comparten los vinos argentinos: tienen sabor a fruta y bastante alcohol. ¿Por qué? Nuestras regiones vitivinícolas, comparadas con otras del mundo, gozan de muchas horas de sol. Eso redunda en un buen nivel de azúcar en la uva que se traduce, luego de la fermentación, en un porcentaje de alcohol relativamente alto. Lo mismo pasa con lo frutado: una buena maduración implica, por ejemplo, un sabor con una nota de ananá y de durazno en el caso de algunos blancos y de ciruela y de frambuesa en ciertos tintos. Si buscamos platos que combinen bien, debemos considerar estas singularidades.

A ver si le acierto: ¿tienen que ser sabores fuertes para no quedar opacados por un vino que desborda contundencia?
En el caso del malbec, y más si pasa un tiempo por barrica de roble que le otorga un dejo de madera, le diría que sí. Pienso en una carne roja y en un método de cocción a las brasas por su sabor algo ahumado que conjuga muy bien con el tanino de muchos de nuestros tintos —me refiero al sabor algo áspero, ligeramente secante que proviene del hollejo y de la semilla. Las carnes bien jugosas resultan suaves y maridan de maravillas en la boca con esa astringencia. Así, ambos se favorecen. Un vino de buen cuerpo logra también que la sensación de la grasa quede alivianada y resulte más agradable. Eso sí, si a alguien le gusta el asado muy cocido, la combinación ya no sirve porque la carne se siente áspera en el paladar y acrecienta esa misma tendencia del vino. Ahí convendría uno liviano, con menos tanino.

¿El maridaje también ayuda a encontrarle más sabor a algo cotidiano, por ejemplo a una contundente milanesa a la napolitana?
Ah, me encantan las milanesas…

¿En serio? Cuénteme cómo se hace una gourmet y después pasamos al vino.
Primero, elegir una buena carne. No hace falta que sea lomo pero sí peceto o nalga. Luego, como hacían nuestras madres, darles unos buenos golpes y pasarlas por una mezcla de huevo con ajo y albahaca picada. Muy importante es el pan: prefiero secarlo y molerlo yo misma, a mano o también en una licuadora. El último secreto está en el aceite, ni muy caliente porque la milanesa se quema ni demasiado frío porque se embebe demasiado y no queda seca. Para la “napolitana” me atrevo a pensar creativamente. ¿Por qué no usar un queso especial, como uno de cabra o un brie francés? En cuanto al maridaje, me inclino sin duda por un vino rosado.

¿Rosado? Usted tiene alma de hereje, María.
Deje sus prejuicios de lado por un momento y escúcheme. Una fritura con tomate y queso caliente no es fácil de combinar; un vino tinto puede desequilibrarse y sentirse amargo en el paladar. Un rosado, en cambio, presenta varias ventajas: al tener un grado superior de acidez —esa especie de gusto cítrico que se siente al tomarlo— se lleva bien con el tomate que también genera una sensación similar. Y al servirse fresco, aliviana la fritura. Recordemos que también está el queso: el rosado, por ser un vino menos complejo, permite integrar mejor los tres sabores sin deformar el propio. Al maridar una comida con un vino, hay que pensar en un camino de doble vía ya que se pueden favorecer o anular mutuamente. Para entender esto basta con que uno tome un buen tinto y lo saboree. Luego se come una nuez y se vuelve a probar el mismo vino. ¿El resultado? Uno piensa que lo han cambiado, que es otro más astringente y rústico. Entonces, aunque yo tenga la mejor nuez y el mejor tinto, no tiene sentido servirlos juntos. Algo así pasa con la milanesa a la napolitana.

Hablamos de la milanesa, un plato popular que se suele comer en porciones grandes. Pero uno de los chefs con los que usted estudió en España, Martín Berasategui, asegura que hay platos —como sus ostras con clorofila de berro— que sólo se pueden servir en pequeñas porciones. ¿Por qué?

Existen sabores que no están pensados para comer mucho. No quiero decir que no sean cosas ricas… pero casi. Se trata de combinaciones difíciles, raras, interesantes de paladear por su innovación y por las sensaciones que transmiten, pero que pueden resultar muy fuertes. Si uno come demasiado, las siente como algo exacerbado, en una medida no justa. Ferrán Adrià, por ejemplo, sirve junto al aperitivo un huevo de codorniz poché caramelizado, algo muy particular por lo crocante del caramelo junto a la yema líquida. Pero es para una vez, no más. En ese sentido, para ciertos chefs, lo importante pasa por la sorpresa que puede provocar una comida. Otros —y aquí ubico a Michel Bras, a quien considero mi maestro— prefieren los sabores locales, netos, sutiles. Así, él sirve agua corriente porque su restaurante está en una zona rural de montaña y el agua local es excelente. Entre sus recetas tradicionales está el “gargouillou”, una conjunción de hasta treinta verduras cocidas de diferentes maneras —algunas a la parrilla, otras apenas blanqueadas, algunas desecadas o confitadas— y servidas con flores que, si hablamos de la primavera, pueden ser de violetas, de tomillo, de albahaca y algún pétalo de caléndula, además de hierbas silvestres. Esta comida condensa los aromas de una tierra y cumple mi ideal de cocina: transportar la naturaleza a un plato, ofrecerla en su gusto original y no esforzarse para que parezca algo que no es.