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Del bosque a la piedra en la estepa

Dos paisajes opuestos pueden visitarse en las cercanías de Esquel, en el noroeste de Chubut, a casi 1.900 kilómetros de Buenos Aires y 620 de Rawson, capital provincial. Al oeste, el mágico y colorido bosque del Parque Nacional Los Alerces, donde habitan árboles más viejos que Cristo. Y hacia el este, la mágica estepa patagónica, paisaje onírico y áspero, de murallones geológicos que nada envidian al riojano parque Talampaya. Allí se puede navegar el serpenteante río Chubut, en medio de la vastedad árida, hasta la mítica y caprichosa Piedra Parada, sitio casi desconocido e imperdible para almas sensibles y contemplativas.

Cierta hosquedad en el espíritu sureño y la estética de un viejo bar -El Argentino- me dan la impresión de estar en una noche sin tiempo; estoy en el profundo sur, pero algo me hace pensar en el lejano oeste. Lala, encargada del lugar, manipula con orgullo una vieja y latosa registradora National, joya de aquéllas. Madera, mesas redondas y vasos de whisky, con mesas de pool al fondo. Son las dos de la mañana y hay que despertarse a las siete para estar en la combi que nos llevará al Parque Nacional Los Alerces.

Esos árboles milenarios
El malhumor de salir apurado y sin desayunar se me pasa cuando, ya en la combi, unos colegas de Tandil me convidan unos mates. Los cerros aparecen cada vez más nevados y los colores se vuelven cada vez más intensos; el aire es azulino y transparente. Mientras viajamos, escuchamos historias de los primeros galeses que se instalaron aquí y convivieron con el aborigen. La impronta sajona es muy fuerte en el Sur, pero lo es sin duda mayor aquí, donde los galeses colonizaron toda la margen sur del río Chubut, desde Puerto Madryn, a orillas del A-tlántico, hasta Esquel, al pie de la Cordillera de los Andes.

A 40 kilómetros de la ciudad entramos en el bosque andino patagónico, que se revela violeta y amarillo en lupinos y retamas. De pronto, mágico y glacial, aparece el valle del lago Futalaufquen, un inmenso espejo verde en el que se reflejan las laderas boscosas. Sólo se oye el sonido del silencio, y el espejo se rompe con una ráfaga de viento. Los senderos del parque invitan a descubrir miradores ideales para los que, como yo, pretendemos llevarnos semejante vastedad y belleza en una foto. Imposible dejar de probar suerte con la cámara y enfocar esas cascadas y saltos de agua. O el cartel que reza la siguiente frase, atribuida al perito Francisco Moreno, dueño original de estas tierras, quien las donó al Estado: “La tierra no la heredamos de nuestros padres, se la pedimos prestada a nuestros hijos”.

Uno de los senderos, rodeado de playas y montañas de exuberante vegetación, lleva hacia Puerto Limonao, donde espera un catamarán para navegar el brazo sur del lago Futalaufquen. Las caras de emoción de los turistas de todo el mundo que viajan a bordo mientras la nave atraviesa el aire gélido y vemos aparecer las nieves eternas del glaciar Torrecillas van in crescendo; y si no nos entendemos a través de la lengua, sí lo hacemos por medio de la emoción, un lenguaje mudo y perfecto para el que sólo hacen falta los ojos, la sonrisa y la sinceridad. El encanto del parque Los Alerces reside en la cadena de ríos y lagos que lo atraviesan de Sur a Norte. Y también en los lagos Krüger, Verde, Rivadavia y algunos afluentes, que convocan a pescadores de todas las latitudes. La trucha es, claro, la reina.

En el brazo norte del lago el agua se torna azul y más agitada frente a la bahía del Toro. Es más serena cuando cruzamos un puente colgante, en la naciente del río Arrayanes. Después de pasar por Puerto Chucao, el viaje continúa por el lago Menéndez hasta el muelle de Puerto Sagrario. Allí seguimos a pie, entre la copiosa selva valdiviana y sorteando viejos y gigantescos troncos caídos. Sólo faltan duendes, pienso… pero ¿quién puede asegurarme que no habitan la noche de este lugar?

Después de una larga caminata llegamos al Alerzal Milenario, cuyos árboles promedian los tres mil años y superan los 50 metros de altura. Los alerces lahuan (en lengua mapuche, “abuelo”) son los gigantes guardianes del bosque. El patriarca de todos ellos alcanza 57 metros de altura y casi 3 de diámetro, y ha cumplido ya 2.600 años, superando largamente la edad de Cristo.

Al Cañadón de la Buitrera
La mañana siguiente es más amigable: puedo desayunar, algo fundamental para sobrellevar el viaje de más de 200 kilómetros -los guías sureños jamás dirán a cuánto hay que viajar exactamente- de camino de ripio. Atravesamos la ruta 12: todo es piedra gris y polvo; a los lados, los cerros nevados se alejan cada vez más y aparecen las estancias ovejeras. La vegetación se va haciendo más baja, achaparrada, cuando llegamos al pueblo de Gualjaina, donde la Patagonia muestra su cara “cero postal”, áspera y desolada.

Luego de cargar víveres y nafta, continuamos el viaje y llegamos a la margen sur del río Chubut, una lengua serpenteante de agua turquesa en medio de la vastedad gris, seca, lunar. Estamos encajonados entre enormes trozos de piedra, que parecen haber sido recortados a propósito por la mano de algún artista de vanguardia del siglo XX. Luego de inflar un gomón, enorme y amarillo, bajamos al río y empezamos a remar, bajo las órdenes del guía. Navegamos plácidamente río abajo. Desde la orilla pedregosa y gris, ante los murallones de piedra, ovejas y vacas nos miran fijo, sin parpadear. En media hora se van cientos de fotos.

Al bajar del gomón nos esperan sándwiches de carne a la portuguesa hechos al disco. Una delicia para recuperar fuerzas y arrancar el trekking por uno de los cerros que lleva al Cañadón de la Buitrera, formación geológica de paredones inmensos, similares a los de Talampaya. El camino es escarpado y áspero, pero cuando llegamos a la cima y vemos el fondo del cañadón, quedamos en un silencio perturbador, sólo interrumpido por un viento vigoroso e incesante. Si hay un Dios, pienso mientras miro hacia el precipicio con cuidado de no volarme, esto es lo que más se le parece. Al bajar, recorremos el cañadón por dentro, disfrutando del tornasol que produce el crepúsculo en las paredes milenarias que se pierden y se angostan, surcadas en el centro por un hilo de agua. El silencio es absoluto, religioso, y nadie se atreve a romperlo para hacer un comentario sobre algo tan caprichoso como Piedra Parada, esa mole de más de 200 metros de altura en medio de la planicie, al lado del río, saliendo del cañadón donde, inexplicablemente, crecen flores amarillas.