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¿Está pensando en despedir gente de su organización?

“No basta ser bueno… ¡hay que parecerlo! ¿O qué pensaría de un rosal que no diera más que espinas?”.

La pertinencia de esta frase en la actual coyuntura surge de pensar en los criterios usados por directivos para decidir el despido de gente, como si fuera la mejor o única opción para hacerse más competitivos.

O miremos cómo EE.UU. terminará este año: con casi dos millones de personas despedidas, mientras muchos directivos que llevaron a estas empresas a la crisis, por su mala gestión, conservan sus puestos y sus extraordinarios beneficios, a la vez que Wall Street lamenta la forma como el presidente Obama limitó los salarios de los ejecutivos a ‘solo’ USD$ 500.000 anuales, para quienes pretendan continuar en el cargo y recibir ayuda proveniente de los impuestos pagados por quienes hoy están a punto de perder sus empleos. De ahí que ‘parecer bueno’ sea también importante.

Despedir gente cuesta, por lo que no ayuda a resolver problemas actuales de caja, sino a revertir una mala situación económica sostenida en el tiempo. Debe ser, por tanto, fruto de una decisión estratégica tomada prudentemente por la cabeza de la empresa y no un problema a resolver por las áreas de talento humano.

Un despido masivo implica costos: liquidaciones; pérdida de inversiones hechas en desarrollo de la gente; fuga de talento; desaparición de habilidades y redes de sinergias construidas por años; merma en aprendizaje organizacional; costos de búsqueda, selección y formación de nuevos talentos, y oportunidades perdidas mientras se remplaza gente clave.

Pero también hay algunos beneficios cuando se trata de revitalizar empresas obsoletas o reducir una estructura muy pesada.

Estudios citados por Mishra (Mishra & Spreitzer, de MIT Sloan, 1998) mostraban que las empresas que se enfrentaron a una situación de crisis prometían realizar despidos masivos una sola vez, pero el 67% tuvo que repetirlo al siguiente año.

Aunque esperaban bajar sus costos, difícilmente lograban ahorros superiores al 1,5% sobre reducciones de personal del 10%, y más del 50% de las empresas tuvo que contratar de nuevo a personal despedido, al terminar la crisis.

Para empresas que cotizaban en bolsa no hubo grandes incrementos en el valor promedio de la acción como consecuencia de un recorte de personal; de hecho, no superó el 4,7% en tres años, frente a la valorización del 34,3% que lograron las firmas que, en circunstancias similares, no recortaron.

Más grave aún, solo 50% de las empresas que acudieron al despido masivo aumentaron su productividad, pero el porcentaje de mejora no era concluyente en términos reales.

El nivel de confianza en la empresa por parte de los empleados disminuyó a tal grado, que solo 31% de los ‘sobrevivientes’ continuaron confiando sus empresas luego del recorte, porcentaje que disminuía si se había percibido injusticias en el proceso.

Esto se refuerza si tenemos en cuenta que los cambios organizacionales más drásticos no logran un apoyo espontáneo de más del 20% de los empleados, a la vez que un 30% se resiste abiertamente.

Rigby (2001) afirma que, cuando se ven venir las crisis, se debe actuar inversamente a la práctica convencional de ‘primero despedir gente’ y más bien preparar planes de contingencia, evitar diversificarse y fortalecer el negocio central, y ver más allá del hoy, tratando a los empleados y a otros stakeholders como aliados en el mismo problema, reforzando en calidad y servicio cuando el volumen de ventas baja.

Como el trabajo debería primar sobre el capital, éticamente no se deben tomar decisiones tan drásticas salvo por causas objetivas de gravedad como: pérdidas anuales reiteradas (no una baja en las utilidades), dificultades reales y sostenidas de flujo de caja, pérdida súbita de contratos que tradicionalmente tienen muy alto impacto sobre los ingresos anuales, cambios tecnológicos que modifican la operación o la reducen, pérdida de competitividad que obliga a prepararse para sortear una previsible situación futura de cambio y, en resumen, riesgo para que la empresa sobreviva a la coyuntura presente.

El ‘juicio recto’ en cada caso implica una valoración rigurosa de la causa real y no fingir o manipular una situación objetiva, pues no es legítimo buscar el enriquecimiento de unos pocos a costa de otros, destruyendo numerosos puestos de trabajo y generando grandes daños al trabajador, su familia y la sociedad.

De allí que el 50% del trabajo necesario para implementar un despido masivo deba hacerse antes de anunciarlo y empezarlo, siendo la última alternativa en la toma de la decisión. Primero se deben buscar otras medidas de corto plazo (congelar personal y salarios; restringir horas extras; concertar bajas generales en sueldos, diferenciadas por niveles salariales; eliminar o reducir beneficios extralegales; promover jubilación anticipada o planes de retiro voluntario, etc.). Y luego, si esto no funciona, las razones y argumentos deben demostrar con solidez cómo y porqué el despido es un paso necesario, a partir de un objetivo final creíble, razonable y transparente.

Así mismo, la selección de empleados a despedir debe ser justa, usando criterios económicos (evaluando objetivamente las pericias de la gente, su desempeño y su potencial o eliminando cargos innecesarios) y personales (cuidar ciertas circunstancias personales, familiares y sociales -cabezas de familia- o el grado de pertenencia a la empresa -años de servicio-), lo cual implica conseguir todos los datos relevantes, valorar equitativamente según los criterios elegidos y evitar preferencias subjetivas o presiones externas.

Al final, la reacción de los empleados dependerá de la percepción de prudencia en la decisión y de justicia en la recta aplicación de los criterios. Y más que nada, se debe entender que no se trata de aumentar fácilmente los beneficios a corto plazo de la empresa a costa de su capacidad futura, sino de recurrir a esta instancia cuando la obesidad ya le impida competir.