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Playa con estilo

De ser la primera vez que alcanzaba la playa montado sobre su alazán Croto, Hugo Smith estaría exultante, sorprendido por gaviotas nocturnas que en Costa del Este parecen desprenderse de alguna de la infinidad de estrellas fulgurantes.

Sin embargo, años después, aquel mágico influjo de la cabalgata iniciática desde el bosque hasta el mar parece durarle: al baqueano se le iluminan los ojos, entrega su rostro curtido a la brisa salada y, desbordado de alegría, lanza gritos que se pierden entre los ruidos secos del galope en la arena húmeda. Ya nada es capaz de alejar de Costa del Este a este gaucho auténtico de General Madariaga, de botas, bombacha, pañuelo al cuello y sombrero Panamá adaptado a las pampas.

Estilizados pinos -apuntalados por miles de acacias, álamos, eucaliptos y sauces- decoran Costa del Este, la dotan de matices, colores y perfumes y atenúan el poder arrasador del viento oceánico hasta transformarlo en una caricia agradable. A metros de Las Camelias y avenida 2 -la esquina más céntrica-, sólo el crujido de las piñas en las alturas denota la presencia de la brisa suave que envía el mar. Alrededor de la casa de té The Sweet House -donde el olor de la madera se funde con el aire copado por la sal del mar-, una lechuza y un par de liebres remueven el suelo tapizado de pinochas (hojas de pino) secas.

Frente a la calle costera se levanta el gran sostén del pinar, los elegantes chalés y los pobladores: una larga barrera de tamariscos, que hace frente a los embates de los médanos. Cada amanecer, la playa desolada que se estira 50 m hasta dejarse rozar por las olas es una romería de pescadores que clavan la caña en la orilla sembrada de caracoles. La bruma del mar desdibuja las figuras de los que esperan pique y los confunde con sus colegas que regresan de altamar. Pese a la dura lucha que les plantean corvinas, pejerreyes y cazones después de embarcar en Mar del Tuyú (4 km al norte), regresan satisfechos con el canasto cargado de pescado fresco.

Los sentidos se regocijan durante una caminata nocturna por La Reserva, uno de sus rincones más exquisitos. Basta con apagar la linterna, sentarse al pie de los árboles y buscar el cielo y sus estrellas, semiocultos por el entramado de ramas y hojas. Otra vez, el penetrante aroma de las acacias y los pinos se torna una compañía delicada. En la playa oscurecida, la luna llena suelta un destello sobre una lomada reparada por tamariscos. Diez turistas conmovidos por el bosque avivan una fogata con piñas recogidas del suelo y, como poseídos por algún influjo placentero, dejan que el tiempo transcurra. Sin más.